
Entre lágrimas y cosecha
Author
Evelyn García
Date Published
Rut 1:6-22
Noemí decidió regresar de la tierra de Moab con sus dos nueras, porque allí se enteró de que el Señor había acudido en ayuda de su pueblo al proveerle alimento. Salió, pues, con sus dos nueras del lugar donde había vivido, y juntas emprendieron el camino que las llevaría hasta la tierra de Judá.
En este pasaje vemos cómo Noemí toma la decisión de regresar a Belén. Volver a casa, al lugar del que quizás nunca debió salir, simboliza una decisión de arrepentimiento. Regresar implica dar una vuelta, dejar atrás experiencias, creencias, el control… y rendirse.
Para Noemí no fue solo decidir, porque de nada sirve tomar una decisión si no va acompañada de una acción. La palabra dice que “salió”, lo cual es una evidencia clara de que, aunque no tenía mucho, la poca fe que le quedaba le bastaba para regresar.
Muchas veces tomamos decisiones que pueden parecer firmes, como empezar a ir al gimnasio, perder peso, orar más o leer la Palabra con constancia, pero todo se queda en una idea, en un deseo alojado en la mente. Noemí no solo decidió: también actuó. Dejó la casa donde vivió los últimos diez años y emprendió el camino a casa junto a sus nueras.
“Entonces Noemí dijo a sus dos nueras:
¡Miren, vuelva cada una a la casa de su madre! Que el Señor las trate con el mismo amor y lealtad que ustedes han mostrado con los que murieron y conmigo. Que el Señor les conceda hallar seguridad en un nuevo hogar al lado de un nuevo esposo.
Luego las besó. Pero ellas, deshechas en llanto, exclamaron:
—¡No! Nosotras volveremos contigo a tu pueblo.”
Aunque regresaban a la casa del pan, al lugar donde la presencia de Dios se encontraba, es posible que la fe de Noemí estuviera quebrada. Sus experiencias de dolor la habían llevado a tener una imagen distorsionada de Dios. Con su mirada aún puesta en las circunstancias, se despide de sus nueras. A sus ojos, lo mejor era que regresaran a la casa de sus madres, un lugar donde no se adoraba al Dios verdadero. Para ella, era preferible que encontraran un nuevo esposo que proveyera por ellas, aunque este adorara a otros dioses.
No puedo dejar de pensar en la manera en que se despiden, entre llanto y besos en la mejilla. Me hace pensar que entre ellas había un vínculo real de amor y conexión. No dudo que tanto Orfa como Rut, al vivir con Noemí, escucharon hablar del Dios de Israel y de su fidelidad. Estas mujeres habían decidido dejar el único lugar que conocían, y a sus dioses paganos, para irse no por un tiempo, sino para siempre a una tierra desconocida. Pero Noemí, en medio del dolor, no podía ver con ojos de fe. Sus circunstancias la nublaban. Y entendía, quizá, que era un camino que debía recorrer sola.
“—¡Vuelvan a su casa, hijas mías! —insistió Noemí—. ¿Para qué se van a ir conmigo? ¿Acaso voy a tener más hijos que pudieran casarse con ustedes? ¡Vuelvan! Yo soy demasiado vieja para volver a casarme. Aun si abrigara esa esperanza y esta misma noche me casara y tuviera hijos, ¿los esperarían ustedes hasta que crecieran? ¿Por ellos se quedarían sin casarse? ¡No, hijas mías! Mi amargura es mayor que la de ustedes; ¡la mano del Señor se ha levantado contra mí!
Una vez más alzaron la voz, deshechas en llanto. Luego Orfa se despidió de su suegra con un beso, pero Rut se aferró a ella.”
Así, Orfa se fue. Lo que Noemí decía tenía sentido lógico. Aunque seguramente en casa de Noemí experimentó algo del Dios Eterno, esa semilla no germinó. En el momento en que la lógica pareció más fuerte que la fe, eligió lo que le parecía más seguro.
Cuántas veces no hacemos lo mismo... Cuántas veces, como Noemí, dejamos que nuestras heridas y experiencias definan lo que creemos de Dios. Cuántas veces dejamos que nuestras circunstancias hablen más fuerte que Su Espíritu. Y cuántas veces, como Orfa, nos alejamos de Su presencia porque creemos que no vendrá a nuestro rescate.
Jesús habló de esto en la parábola del sembrador, cuando dijo que “la semilla cayó junto al camino, y vinieron las aves y se la comieron” (Mateo 13:4). Más adelante explicó: “Cuando alguien oye la palabra acerca del reino y no la entiende, viene el maligno y arrebata lo que se sembró en su corazón. Esta es la semilla sembrada junto al camino” (Mateo 13:19).
Esa fue la historia de Orfa: escuchó, convivió, incluso sintió algo del Dios verdadero… pero no fue suficiente. La fe nunca echó raíces. Y cuando el momento decisivo llegó, eligió lo que parecía más razonable. El camino ancho. Lo conocido.
Pero Rut… Rut se aferró. Es la primera vez que se revela el carácter de esta mujer. Se nos muestra su lealtad, su decisión firme, su corazón rendido aunque nada de esto tuviera lógica.
“—Mira —dijo Noemí—, tu cuñada se vuelve a su pueblo y a sus dioses. Vuélvete con ella.
Pero Rut respondió:
—¡No insistas en que te abandone o me separe de ti! Porque iré adonde tú vayas, y viviré donde tú vivas. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios será mi Dios. Moriré donde tú mueras y allí seré sepultada. ¡Que me castigue el Señor con toda severidad si me separa de ti algo que no sea la muerte!”
Y aunque Noemí insistía en que regresara, Rut se mantenía firme. Las palabras de Rut no eran solo de lealtad a su suegra, sino de entrega a Dios. Son palabras que revelan que su corazón había sido tocado por el Dios de Israel, y que deseaba conocerlo más. Son palabras de alguien que escuchó hablar de Dios y que, sin necesidad de señales o garantías, eligió creer. Una fe como esa, Dios la honra.
Entonces las dos mujeres siguieron caminando hasta llegar a Belén. Imagino que esta caminata representa ese proceso en el que, cuando decidimos volver a Dios, empezamos un camino de restauración. Nada fue instantáneo. Hubo que caminar. Seguramente hubo cansancio, pero llegaron.
Llegar a Belén es volver al lugar donde Dios provee, donde sustenta. Estas dos mujeres regresaron a la fuente, al lugar del propósito. Pero Noemí no llegó igual que como se fue. En su regreso comenzó la restauración. Su proceso empezó en el mismo lugar del que nunca debió salir.
“Apenas llegaron, hubo gran conmoción en todo el pueblo a causa de ellas.
—¿No es ésta Noemí? —se preguntaban las mujeres del pueblo.
—Ya no me llamen Noemí —respondió ella—. Llámenme Mara, porque el Todopoderoso ha colmado mi vida de amargura. Me fui con las manos llenas, pero el Señor me ha hecho volver sin nada. ¿Por qué me llaman Noemí, si me ha afligido el Señor, si me ha hecho desdichada el Todopoderoso?”
El regreso de estas mujeres no pasó desapercibido. El quebranto, el hambre, el dolor… dejan marcas visibles. Algunas versiones bíblicas dicen que las mujeres de la ciudad se conmovieron al verla. Tal vez por cómo se veía. Tal vez por su tristeza. Cuando se ha sufrido mucho, la transformación interna también se refleja por fuera. Podemos vestir nuestras emociones, traumas y heridas, pero con el tiempo, el peso de todo eso nos hace bajar los hombros, se apaga el brillo en nuestros ojos, y caminamos sin esperanza.
Posiblemente, esa era la imagen de Noemí que conmovió a las mujeres de Belén, que la conocieron antes de partir.
Cuando preguntan “¿No es esta Noemí?”, imagino que escuchar su nombre le debió doler. Su nombre, que significa “placentera”, contrastaba con su dolor. Lo que Noemí aún no logra percibir es que, así como el quebranto nos transforma, la gracia de Dios puede restaurarnos con mayor profundidad.
“No me llamen Noemí”, dice, y con ello niega su identidad. Asume un nuevo nombre, definido desde el dolor. Esto lo hacemos muchas veces: dejamos que lo que hemos vivido nos defina, en vez de vernos como Dios nos ve. El dolor de Noemí es tan profundo que ya no logra percibirse como una mujer bendecida, sino como una marcada por la amargura.
¿Cuántas veces dejamos que sea el sufrimiento lo que dicte quiénes somos, y no la verdad de Dios?
Noemí no culpa a Dios directamente, pero reconoce que Él lo ha permitido. Interpreta su dolor desde una visión humana, limitada, desde un quebranto que no da fruto. Aun así, en medio de su dolor, llama a Dios Shaddai, Todopoderoso. Aunque no entiende sus caminos, lo reconoce como soberano.
Dice: “Me fui con las manos llenas”, confesando por primera vez que fue ella quien decidió irse. No fue Dios quien la envió a Moab; fue su decisión. Muchas veces, solo al mirar atrás podemos ver que teníamos todo, aunque en su momento no lo percibíamos. A veces, las puertas que Dios cierra no son castigo, sino protección.
La amargura de Noemí no le permite ver que, aunque perdió a su esposo e hijos, no regresó sola. Rut iba con ella. Y sería Rut el instrumento que Dios usaría para traer redención a su vida.
“Así fue como Noemí volvió de la tierra de Moab, acompañada por su nuera Rut, la moabita. Cuando llegaron a Belén, comenzaba la cosecha de cebada.”
Este último verso del capítulo uno nos deja un rayo de esperanza. Aunque se fue, regresó. Regresar es una acción poderosa. Noemí no solo cambió de ubicación geográfica, también comenzó un cambio interno.
El texto recalca que Rut era moabita, alguien que no pertenecía, que no conocía la cultura ni había crecido bajo el pacto de Dios. Sin embargo, sería ella la pieza clave para mostrar la gracia divina. Porque Dios redime a través de lo inesperado. Su misericordia se extiende a todo aquel que cree y se rinde a Él.
Llegaron a Belén al comienzo de la primavera, cuando empezaba la cosecha. No fue casualidad. Dios las trajo de vuelta en el momento perfecto. El tiempo de dolor había terminado. Una nueva estación estaba por comenzar.
Puede que tengamos el corazón roto, que sintamos que no tenemos nada que dar. Pero si Dios nos ha traído de regreso, es porque el tiempo de cosecha está cerca. Aunque al principio no lo veamos, Él ya ha provisto.
Quiero cerrar recordando esto: el enemigo no está detrás de nuestras posesiones, sino de nuestra fe. Porque sin fe no podemos creerle a Dios. Y si no le creemos, nos volvemos un blanco fácil.
Noemí, en medio del dolor, dejó que sus circunstancias moldearan su percepción de Dios. Y eso es exactamente lo que el enemigo busca: distraernos tanto que olvidemos quién es nuestro Padre, que olvidemos que en Él todo es hecho nuevo, que en Él todo es posible. Sin fe, nos vaciamos por dentro. Pero con fe, incluso lo que parece roto puede florecer.
Una sola decisión puede cambiar el resto de nuestras vidas.
Nota al lector: Reflexión devocional inspirada en Rut 1. No es un comentario teológico, sino una lectura desde el corazón y la fe.
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